¡QUE PASE EL ASERRADOR! ¨Culto al Avispado¨
¡QUE PASE EL ASERRADOR!
¨Culto al Avispado¨
By: Jesús del Corral
Genero: Cuento
Pais:Colombia
Region: Antioquia
Entre Antioquia y Sopetrán, en las orillas del río Cauca,
estaba yo fundando una hacienda. Me acompañaba, en calidad de mayordomo, Simón
Pérez, que era todo un hombre, pues ya tenía treinta años, y veinte de ellos
los había pasado en lucha tenaz y bravía con la naturaleza, sin sufrir jamás
grave derrota. Ni siquiera el paludismo había logrado hincarle el diente, a
pesar de que Simón siempre anduvo entre zancudos y demás bichos agresivos.
Para él no había dificultades, y cuando se le proponía que
hiciera algo difícil que él no había hecho nunca, siempre contestaba con esta
frase alegre y alentadora: «vamos a ver; más arriesga la pava que el que le
tira, y el mico come chumbimba en tiempo de necesidad».
Un sábado en la noche, después del pago de peones, nos
quedamos, Simón y yo, conversando en el corredor de la casa y haciendo planes
para las faenas de la semana entrante, y como yo le manifestara que
necesitábamos veinte tablas para construir unas canales en la acequia y que no
había aserradores en el contorno, me dijo:
— Esas se las asierro ya en estos días.
— ¿Cómo?, le pregunté, ¿sabe usted aserrar?
—Divinamente; soy aserrador graduado, y tal vez el que ha
ganado más alto jornal en ese oficio. ¿Qué dónde aprendí? Voy a contarle esa
historia, que es divertida. Y me refirió esto, que es verdaderamente original:
En la guerra del 85 me reclutaron y me llevaban para la
Costa, por los llanos de Ayapel, cuando resolví desertar, en compañía de un
indio boyacense. Una noche en que estábamos ambos de centinelas las emplumamos
por una cañada, sin dejarle saludes al general Mateus.
Al día siguiente ya estábamos a diez leguas de nuestro
ilustre jefe, en medio de una montaña donde cantaban los gurríes y maromeaban
los micos. Cuatro días anduvimos por entre bosques, sin comer y con los pies
heridos por las espinas de las chontas, pues íbamos rompiendo rastrojo con el
cuerpo, como vacas ladronas. ¡Lo que es el miedo al cepo de campaña con que
acarician a los desertores, y a los quinientos palos con que los maduran antes
de tiempo!...
Yo había oído hablar de una empresa minera que estaba
fundando el Conde de Nadal, en el río Nus, y resolví orientarme hacia allá, así
al tanteo, y siguiendo por la orilla de una quebrada que, según me habían
dicho, desembocaba en aquel río. Efectivamente, al séptimo día, por la mañana,
salimos el indio y yo a la desembocadura, y no lejos de allí vimos, entre unas
peñas, un hombre que estaba sentado en la orilla opuesta a la que llevábamos
nosotros. Fue grande nuestra alegría al verlo, pues íbamos casi muertos de
hambre y era seguro que él nos daría de comer.
—Compadre, le grité, ¿cómo se llama esto aquí? ¿La mina de
Nus está muy lejos?
— Aquí es; yo soy el encargado de la tarabita para el paso,
pero tengo orden de no pasar a nadie, porque no se necesitan peones. Lo único
que hace falta son aserradores.
No vacilé un momento en replicar:
—Ya lo sabía, y por eso he venido: yo soy aserrador; eche
la oroya para este lado.
—¿Y el otro?, preguntó, señalando a mi compañero. El
grandísimo majadero tampoco vaciló en contestar rápidamente:
—Yo no sé de eso; apenas soy peón.
No me dio tiempo de aleccionarlo; de decirle que nos
importaba comer a todo trance, aunque al día siguiente nos despacharan como
perros vagos; de mostrarle los peligros de muerte si continuaba vagando a la
aventura, porque estaban lejos los caseríos, o el peligro de la «diana de
palos» si lograba salir a algún pueblo antes de un mes. Nada; no me dio tiempo
ni para guiñarle el ojo, pues repitió su afirmación sin que le volvieran a
hacer la pregunta.
No hubo remedio, y el encargado de manejar la tarabita echó
el cajón para este lado del río, después de gritar: ¡Que pase el aserrador!
Me despedí del pobre indio y pasé.
Diez minutos después estaba yo en presencia del Conde, con
el cual tuvo este diálogo:
—¿Cuánto gana usted?
—¿A cómo pagan aquí?
— Yo tenía dos magníficos aserradores, pero hace quince
días murió uno de ellos; les pagaba a ocho reales.
—Pues, señor Conde, yo no trabajo a menos de doce reales; a
eso me han pagado en todas las empresas en donde he estado y, además, este
clima es muy malo; aquí le da fiebre hasta a la quinina y a la zarpoleta.
—Bueno, maestro; «el mono come chumbimba en tiempo de
necesidad»; quédese y le pagaremos los doce reales. Váyase a los cuarteles de
peones a que le den de comer y el lunes empieza trabajos.
¡Bendito sea Dios! Me iban a dar de comer; era sábado, al
día siguiente también comería de balde. ¡Y yo, que para poder hablar tenía que
recostarme a la pared, pues me iba de espaldas por la debilidad en que estaba!
Entré a la cocina y me comí hasta las cáscaras de plátano.
Me tragaba las yucas con pabilo y todo. ¡Se me escaparon las ollas untadas de
manteca, porque eran de fierro! El perro de la cocina me veía con extrañeza,
como pensando: ¡Caramba con el maestro! si se queda ocho días aquí, nos vamos a
morir de hambre el gato y yo!
A las siete de la noche me fui para la casa del Conde, el
cual vivía con su mujer y dos hijos pequeños. ¡Líos que tenia!
Un peón me dio tabaco y me prestó un tiple. Llegué echando humo
y cantando la guabina. La pobre señora que vivía más aburrida que un mico
recién cogido, se alegró con mi canto y me suplicó que me sentara en el
corredor para que la entretuviera a ella y a sus niños esa noche.
— Aquí es el tiro, Simón, dije para mis adentros; vamos a
ganarnos esta gente por si no resulta el aserrío. Y les canté todas las trovas
que sabía. Porque, eso sí: yo no conocía serruchos, tableros y troceros, pero
en cantos bravos sí era veterano.
Total, que la señora quedó encantada y me dijo que fuera al
día siguiente, por la mañana, para que le divirtiera los muchachos, pues no
sabía qué hacer con ellos los domingos. ¡Y me dio jamón y galletas y jalea de
guayaba!
Al otro día estaba este ilustre aserrador con los muchachos
del señor Conde, bañándose en el río, comiendo ciruelas pasas y ¡bendito sea
Dios y el que exprimió las uvas, bebiendo vino tinto de las mejores marcas
europeas!
Llegó el lunes, y los muchachos no quisieron que el
«aserrador» fuera a trabajar, porque les había prometido llevarlos a un
guayabal a coger toches, en trampa. Y el Conde, riéndose, convino en que el
maestro se ganara sus doce reales de manera tan divertida.
Por fin, el martes, di principio a mis labores. Me
presentaron al otro aserrador para que me pusiera de acuerdo con él, y resolví
pisarlo desde la entrada.
—Maestro, le dije, de modo que me oyera el Conde, que
estaba por ahí cerca, a mí me gustan las cosas en orden. Primeramente sepamos
qué es lo que se necesita con más urgencia; ¿tablas, tablones o cercos?
—Pues necesitamos cinco mil tablas de comino, para las
canales de la acequia, tres mil tablones para los edificios y unos diez mil
cercos. Todo de comino; pero debemos comenzar por las tablas.
Por poco me desmayo: vi trabajo para dos años y... a doce
reales el día, bien cuidado y sin riesgo de que castigaran al desertor, porque
estaba «en propiedad extranjera».
— Entonces, vamos con método. Lo primero que debemos hacer
es dedicarnos a señalar árboles de comino, en el monte, que estén bien rectos y
bien gruesos para que den bastantes tablas y no perdamos el tiempo. Después los
tumbamos y, por último, montamos el aserrío. Todo con orden, sí señor, porque
si no, no resulta la cosa.
— Así me gusta, maestro, dijo el Conde; se ve que usted es
hombre práctico. Disponga los trabajos como lo crea conveniente.
Quedé, pues, dueño del campo. El otro maestro, un pobre
majadero, comprendió que tenía que agachar la cabeza ante este famoso «aserrador»
improvisado. Y a poco, salimos a la montaña a señalar árboles de comino.
Cuando nos íbamos a internar, le dije a mi compañero:
—No perdamos el tiempo andando juntos. Váyase usted por el
alto, que yo me voy por la cañada. Esta tarde nos encontramos aquí; pero fíjese
bien para que no señale árboles torcidos.
Y salí cañada abajo, buscando el río. Y en la orilla de
éste me pasé el día, fumando tabaco y lavando la ropita que me traje del
cuartel del general Mateus.
Por la tarde, en el punto citado, encontré al maestro y le
pregunté: vamos a ver, ¿cuántos árboles señaló?
—Doscientos veinte no más, pero muy buenos.
—Pues perdió el día; yo señalé trescientos cincuenta, de
primera clase.
Había que pisarlo en firme; y yo he sido gallo para eso.
Por la noche me hizo llamar la señora del Conde, y que
llevara el tiple, porque me tenía cena preparada; que los muchachos estaban
deseosísimos de oírme el cuento de Sebastián de las Gracias, que les había yo
prometido. Ah, y el del Tío Conejo y el Compadre Armadillo, y ese otro de Juan
sin miedo, tan emocionante. Se cumplió el programa al pie de la letra. Cuentos
y cantos divertidísimos; chistes de ocasión; cena con salmón, porque estábamos
en vigilia; cigarros de anillo dorado; traguito de brandy para el aserrador,
pues como había trabajado tanto ese día, necesitaba el pobre que le sostuvieran
las fuerzas. Ah, y guiñadas de ojo a una sirvienta buena moza que le trajo el
chocolate al «maestro» y que al fin quedó de las cuatro paticas cuando oyó la
canción aquella de:
Como amante torcaza quejumbrosa, que en el monte se escucha
gemir
Qué aserrío, monté esa noche. ¡Le saqué tablas del espinazo
al mismísimo, señor Conde! Y todo iba mezclado por si se dañaba lo del aserrío.
Le conté al patrón que había notado yo ciertos despilfarros en la cocina de
peones y no pocas irregularidades en el servicio de la despensa; le hablé de un
remedio famoso para curar la renguera (inventado por mí, por supuesto) y le
prometí conseguirle un bejuco en la montaña, admirable para todas las
enfermedades de la digestión. (Todavía me acuerdo del nombrecito con que lo
bauticé: ¡Levantamuertos!)
Encantados el hombre y su familia con el «maestro» Simón.
Ocho días pasé en la montaña, señalando árboles con mi compañero, o mejor
dicho, separados, porque yo siempre, lo echaba por otro lado día al que yo
escogía. Pero sabrá usted que como yo no conocía el comino, tuve que ir primero
a ver los árboles que había señalado el verdadero aserrador.
Cuando ya teníamos marcados unos mil, empezamos a echarlos
al suelo, ayudados por cinco peones. En esa tarea, en la cual desempeñaba yo el
oficio de director, empleamos más de quince días.
Y todas las noches iba yo a la casa del Conde y cenaba
divinamente. Y los domingos almorzaba y comía allá, porque era preciso distraer
a los muchachos... y a la sirvienta también.
Yo era el sanalotodo en la mina. Mi consejo era decisivo y no
se hacía nada sin mi opinión. ¡Tal vez la célebre cortada del río Nus fracasó
más tarde por alguna bestialidad que yo indiqué!
Todo iba a pedir de boca, cuando un día llegó la hora
terrible de montar el aserrío de madera. Ya estaba hecho, el andamio, y por
cierto que cuando lo fabricamos hubo algunas complicaciones, porque el maestro
me preguntó:
—¿Qué alto le ponemos?
—¿Cuál acostumbran ustedes por aquí?
—Tres metros.
—Póngale tres con veinte, que es lo mandado entre buenos
aserradores. (Si sirve con tres, ¿por qué no ha de servir con veinte
centímetros más?).
Ya estaba todo listo: la troza sobre el andamio, y los
trazos hechos en ella (por mi compañero, porque yo me limitaba a dar órdenes).
«La lámpara encendida y el velo en el altar,» como dice la
canción.
Llegó el momento solemne, y una mañana salimos camino del
aserradero, con los grandes serruchos al hombro. ¡Primera vez que yo veía un
come-maderas de esos!
Ya al pie del andamio, me preguntó el maestro:
—¿Es usted de abajo o de arriba?
Para resolver tan grave asunto fingí que me rascaba una
pierna, y rápidamente pensé:, «si me hago arriba, tal vez me tumba éste con el
serrucho». De manera que al enderezarme contesté:
— Yo me quedo abajo; encarámese usted. Trepó por los
andamios, colocó el serrucho en la línea y... empezamos a aserrar madera.
¡Pero, señor, cómo fue aquello! El chorro de aserrín se
vino sobre mí y yo corcoveaba a lado y lado, sin saber cómo defenderme. Se me
entraba por las narices, por las orejas, por los ojos, por el cuello de la
camisa... ¡Virgen Santa! Y yo que creía que eso de tirar de un serrucho era
cosa fácil...
—Maestro, me gritó mi compañero, se está torciendo el
corte!...
— ¡Pero hombre, con todos los diablos! Para eso está usted
arriba; fíjese y aplome como Dios manda...
El pobre hombre no podía remediar la torcedura. ¡Qué la iba
a remediar, si yo chapaleaba como pescado colgado del anzuelo!
Viendo que me ahogaba entre las nubes de aserrín, le grité
a mi compañero:
—Bájese, que yo subiré a dirigir el corte.
Cambiamos de puesto: yo me coloqué en el borde del andamio,
cogí el serrucho y exclamé:
—Arriba pues: una... dos...
Tiró el hombre, y cuando yo iba a decir tres, me fui de
cabeza y caí sobre mi compañero. Patas arriba quedamos ambos; él con las
narices reventadas y yo con dos dientes menos y un ojo que parecía una
berenjena.
La sorpresa del aserrador fue mayor que el golpe que le di.
No parecía sino que le hubiera caído al pie un aerolito.
—¡Pero, maestro!, exclamó;... ¡pero, maestro!
—¡Qué maestro, ni qué demonios! ¿Sabe lo que hay? Que es la
primera vez que yo le cojo los cachos a un serrucho de estos. ¡Y usted que tiré
con tanta fuerza! Vea cómo me puso (y le mostré el ojo dañado).
—Y vea cómo me dejó usted (y me enseñó las narices).
Vinieron las explicaciones indispensables, para las cuales
resulté un Víctor Hugo. Le conté mi historia y casi que lo hago llorar cuando
le pinté los trabajos que pasé en la montaña, en calidad de desertor. Luego
rematé con este discurso más bien atornillado que un trapiche inglés:
—No diga usted una palabra de lo que ha pasado, porque lo
hago sacar de la mina. Yo les corté el ombligo al Conde y a la señora, y a los
muchachos los tengo de barba y cacho. Conque, tráguese la lengua y enséñeme a
aserrar. En pago de eso, le prometo darle todos los días, durante tres meses,
dos reales, de los doce que yo gano. —Fúmese, pues, este tabaquito (y le ofrecí
uno), y explíqueme cómo se maneja este mastodonte de serrucho.
Como le hablé en plata y él ya conocía mis influencias en
la casa de los patrones, aceptó mi propuesta y empezó la clase de aserrío. Que
el cuerpo se ponía así, cuando uno estaba arriba; y de esta manera cuando
estaba abajo; que para evitar las molestias del aserrín se tapaban las narices
con un pañuelo... cuatro pamplinadas que yo aprendí en media hora.
Y duré un año trabajando en la mina como aserrador
principal, con doce reales diarios, cuando los peones apenas ganaban cuatro. Y
la casa que tengo en Sopetrán la compré con plata que traje de allá. Y los
quince bueyes que tengo aquí, marcados con un serrucho, del aserrío salieron...
Y el hijo mío, que ya me ayuda mucho en la arriería, es también hijo de la
sirvienta del Conde y ahijado de la Condesa...
Cuando terminó Simón su relato, soltó una bocanada de humo,
clavó en el techo la mirada y añadió después:
¡Y aquel pobre indio de Boyacá se murió de hambre... sin
llegar a ser aserrador!...
By. Sergio Andrés Aguirre Barragan
@saabarragan
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